Han sido estos días unos días muy duros. La madre de un gran amigo nos dejaba repentinamente, sin previo aviso, sin dar la oportunidad de que toda la gente que la queríamos la pudiésemos despedir.
Esto ha hecho que en las últimas horas piense mucho en los abuelos. También me ha hecho ver cómo, ante las adversidades, se crecen los padres en su capacidad de ser padres.
Los abuelos son esa pieza del puzzle familiar tan necesaria para “malcriar” a nuestros hijos.
Ellos se permiten hacer esa “malcrianza” porque sus experiencias les han dotado de una óptica mucho más objetiva para afrontar los problemas. Esa óptica les sirve para relativizar los problemas, Aportan esa visión tan necesaria para demostrar que a Roma se puede llegar por muchos caminos y que no debemos obsesionarnos por cruzar el río por un único puente, existen otros pasos alternativos tan válidos como ese en el que nosotros nos empeñábamos.
Esto les dota de una ternura tan especial que hace que todos nuestros hijos estén desando quedarse con ellos.
Los abuelos son conciliadores, cariñosos, entrañables, consejeros, amigos,… en fin, son BUENOS.
Pero ¿qué pasa cuando les perdemos?
Pues aparte del inevitable dolor del no poder disfrutar físicamente de ellos comenzamos a descubrirlos dentro de nosotros mismos.
Esa es la magia de los abuelos: nunca se van del todo, SIEMPRE ESTÁN CON NOSOTROS.
Una parte muy importante de ellos nos impregna. Sus enseñanzas son tan directas que nos enseñan a ser padres sólo con su presencia.
Nos encontramos, de pronto, defendiendo un modelo de educación y un estilo de vida que hasta entonces habíamos criticado. Sí, son ellos, que continúan enseñándonos SIEMPRE, porque en la crianza de nuestros hijos son tan necesarias las rutinas como la “malcrianza” de los abuelos.
Quien ha perdido un ser querido sólo pierde su presencia física, TODO LO DEMÁS QUEDA PARA SIEMPRE. Las personas buenas nunca se van del todo.
Gracias, abuelos, por todas vuestras enseñanzas.
Amigo, un abrazo muy fuerte.