Cuantas veces…

¿Cuantas veces has pensado que tendrías por lo menos tres hijos? Hasta sus nombres tenías pensado, ¿verdad? Serían dos niños, el mayor y el pequeño, y una niña, la del medio. ¡Qué lindos!

También pensaste que tendrías el parto perfecto. Y pensaste también, quizás, que la lactancia sería tan fácil como se describe en los “manuales” de maternidad. No sólo lo pensaste sino que te atreviste a “aconsejar” a otras madres sobre cosas que aún no habías vivido.

Te imaginaste llegando a casa con tu recién estrenado bebé pensando que todo sería muy fácil, llenando de felicidad la casa y su cuarto, que con tanto mimo preparaste.

Imaginaste que comería cada tres horas y dormiría en su cuna mientras tú descansabas junto a tu marido.

Y habías imaginado también que más pronto que tarde llegaría la segunda, para multiplicar esa felicidad. Y un tercero. Y que todo sería perfecto.

Imaginaste que comerían fruta, que no montarían berrinches, que irían contentos al cole y que tú seguirías progresando en tu trabajo.

 

Pero eso no ocurrió.

Ocurrió la realidad.

Sí, la realidad siempre ocurre.

 

Tuviste tu primer hijo y no te quedaron fuerzas para desear un segundo. Porque el parto duele. La epidural, en el mejor de los casos, te quita el dolor físico, pero lo que más duele es el corazón. Te duele mucho el no haber parido, te duele que después de muchas horas de parto acabase en cesárea.

Te duele no haber conseguido dar el pecho. Y más te duele que te aconsejen.

Y también te duele no conseguir quitárselo. Te duele y te culpas.

Te duele que tu marido no entienda por qué te sientes mal.

Te duele, y te aterroriza, llegar a casa. Te duelen los consejos de las madres “perfectas”.

Te duele renunciar a tus sueños y también te duele que no lo entiendan.

Te duele no tener ni diez minutos para ducharte.

Te duele no poder estar sola. Y si consigues estarlo te culpas.

Te duele verte caer en los “errores” que tú corregías a las demás madres. Te duele verte gritar. Te duele verte sin fuerzas, y sin paciencia, para contar un cuento.

Sobre todo duele no reconocerte.

 

Déjame decirte una cosa:

No es que hayas fallado como madre ni como mujer.

Simplemente debes entender la maternidad es el proceso más transformador que sufrirás a lo largo de tu vida.

No te has fallado. Simplemente ser madre te ha transformado.

Aprende a valorarte como un madre real.

Aprende a valorar la perfección de una maternidad imperfecta.

No tienes que demostrar nada a nadie, ni siquiera a ti misma.

Ellos no juzgan, ellos sólo agradecen.

A menudo serás juzgada como madre.

A mendo no, continuamente

Todo el mundo se atreve a opinar.

Tan juzgadas te sientes que llega el momento que tú misma te juzgas.

Las mujeres os culpabilizáis las unas a las otras.

Tan ocupadas estáis de eso que, a veces, se os escapa un detalle fundamental:

Ellos no juzgan.

Ellos sólo agradecen.

Ellos son TUS HIJOS.

 

Ellos no te juzgan por si le diste la teta o el biberón,

ellos sólo valoran que te ocupaste de alimentarlo.

 

Ellos no te juzgan si lo pusiste a dormir en la cuna o hiciste colecho,

ellos sólo valoran que acudiste a su llamada en mitad de la noche.

 

Ellos no te juzgan por lo limpia y ordenada que esté tu casa,

ellos sólo valoran que lo acompañaras cada tarde al parque.

 

Ellos no te juzgan si tienes una montaña de ropa por planchar,

ellos sólo valoran que te tirases al suelo a jugar con él.

 

Ellos no te juzgan por quedarte la mesa sin recoger,

ellos sólo valoran que les contases un cuento cada noche.

 

¡ELLOS NO TE JUZGAN, ELLOS SÓLO VALORAN

TODOS AQUELLOS DETALLES QUE TE CONVIERTEN

EN UNA MADRE MARAVILLOSA!

 

Deja que la gente hable, tú sólo escúchalos a ellos.

Cada vez que te sientas juzgada, no te equivoques.

Piensa que

NO SON ELLOS LOS QUE TE JUZGAN, ELLOS SÓLO AGRADECEN.

¡Benita sencillez, bendita normalidad y bendita rutina!

Mi vida es tan normal como la de cualquier otro padre. Mis problemas cotidianos son como los vuestros: actividades extraescolares, conciliación laboral cero patatero, hipoteca, discusiones de pareja, …

Precisamente esa “normalidad” hace que mi vida, como la vuestra, sea extraordinaria.

Hay circunstancias en mi vida que me hacen valorar mucho esa sencillez, esa normalidad, esa rutina.

¡Nos empeñamos en ofrecerles a nuestros hijos situaciones extraordinarias (cumpleaños extraordinarios, viajes extraordinarios,…) pero lo que más recordarán cuando sean mayores serán los momentos cotidianos, la sencillez del día a día!

Acompañarles al colegio o recogerles a la salida, un cuento antes de dormir, tirarte al suelo cuando llegas a casa para jugar con ellos,… son situaciones que nos agotan y de las que nos quejamos pero son las que ellos más recordarán de mayores.

También nosotros recordaremos y echaremos de menos esos momentos cotidianos. Pero en el día a día, con el estrés de vida que llevamos, estos momentos cotidianos pareciera que nos están robando parte de nuestras vidas, nos desquician, provocan incluso discusiones de pareja.

En este punto sí que me siento afortunado. Reconozco que las situaciones que vivo en mi trabajo con mucha frecuencia no son muy agradables que digamos. Reconozco, también, que muchas veces en esas situaciones me gustaría esconder la cabeza como un avestruz y decir “tierra trágame” pero tengo que afrontarlas.

“¡Qué carajo!, ¿¡a quién le gusta dar malas noticias!?”

En lo que va de semana podría contar ya varios casos que marcarían a cualquiera de por vida: maltrato físico infantil, abusos sexuales, dos estrellas más que nos iluminan desde el cielo, infartos en los familiares de esos niños tras recibir estas noticias, diagnóstico de enfermedades de muy mal pronóstico,… 

Estas situaciones, más allá de lo difícil y dramático del momento, te dejan siempre una gran enseñanza, nunca te dejan indiferente.  

Estas vivencias tan intensas te hacen relativizar mucho los problemas del día a día. Muchas de las situaciones que podrían provocar una discusión familiar te parecen pecata minuta. Ves cuáles son las cosas importantes de la vida.

Estas experiencias te hacen tener los pies en el suelo y valorar los pequeños detalles de la vida cotidiana: una tarde en el parque, una guerra de almohadas, un beso de buenas noches…

A estas “pequeñas” cosas sólo le das el verdadero valor cuando ves que de un  momento a otro las puedes perder.

Pocas cosas merecen “verdaderamente” la pena: tu familia, tu pareja, tus hijos y tus verdaderos amigos. Pocas cosas más, Insisto, pocas cosas más.

 

Estas situaciones hacen tambalear todos los cimientos de tus sentimientos y te dicen:

“¡Espabila y vive este día como si fuera el último!”.

No te acuestes ni un día más sin haber demostrado a todas las personas que de verdad te importan cuanto les quieres.

 

 

Hoy también…

Hoy, quizás, …

habrán quitado ya los lazos rosas de edificios y ayuntamientos…

ya no se repartirán pegatinas de lazos rosas por las calles…

ya no se hablará de esto en el telediario…

 

Pero hoy, todavía…

muchas mujeres recibirán su diagnóstico de cáncer de mama,

muchas mujeres sufrirán el dolor físico de su intervención,

muchas mujeres vomitarán tras la quimioterapia,

muchas mujeres sentirán la mutilación por la mastectomía,

muchas mujeres pasarán el día “obligatoriamente” separadas de sus pequeños porque tienen las defensas bajas por la quimio,

muchas mujeres llorarán en silencio por no saber cómo contarle a su hijo pequeño porqué llevan puesto un pañuelo en la cabeza.

Hoy, también puede ser un gran día para…

recordar que todas ellas tienen derecho a sentirse como puedan,

no como nosotros (la sociedad) les obliguemos a sentirse.

Derecho a sentirse guerreras,

derecho a sentirse tristes,

derecho a sentir miedo,

derecho a sentir alegría,

derecho a cantar, reír y llorar,

derecho a contar o a callar su enfermedad,…

porque los sentimientos les pertenece a ellas,

a cada una los suyos,

y cada una debe ser libre de sentir lo que siente.

Acompañémoslas en sus sentimientos,

sean los que sean,

a cada una en los suyos.

Los niños no dejan de sorprendernos…

Hoy el día comenzaba así: Yo madrugaba porque me iba de guardia. Era una de esas guardias que no te apetece hacer porque una vez más iba a estar ausente en un acontecimiento familiar. En mi familia celebramos siempre el 15 de agosto santa María (es el nombre de mi segunda hija)

Mi sorpresa ha sido que alguien había madrugado más que yo. Cuando bajé a la cocina me encontré a mi hijo José escribiendo una tarjeta de felicitación para su hermana y preparándole un desayuno para llevárselo a la cama.

Continuamente me deja sin palabras.

“¡Qué grande eres, chaval!”

Ha sido uno de esos momento de calidad.

Ha sido un momento EXTRAORDINARIO.

El desayuno que estaba preparando era un desayuno ordinario, leche y magdalenas, pero que te lo lleven a la cama no es ordinario, es EXTRAORDINARIO.

Este año no había elaborado la tarjeta de felicitación artesanalmente pero tenía el mismo valor. Varios días antes había visto en una librería una tarjeta con un gran mensaje y había cogido dinero de sus ahorros para comprarla. Eso, eso también es EXTRAORDINARIO. Y desde luego, el mensaje que le escribe no puede ser más simple y a la vez más profundo.

¡Cuánta verdad hay en la mente de los niños!

¡Cuánta sinceridad hay en el corazón de los niños!

 

De camino al hospital, solo en la moto, vas pensando por un lado lo triste que es perderte una celebración familiar, pero por otro lado vas sintiendo el orgullo de que con personas así el “futuro” está asegurado.

Serás, hijo, una persona grande en la vida.

“Eres más grande cuanto más sensible eres”.

Sufrirás mucho, pero la resiliencia, hará que salgas victorioso de todos los sufrimientos.

Y esta misión sí que es nuestra, de los padres y madres, hacer a nuestros hijos resilentes. Quizá es una de nuestras misiones más importantes. Enseñarles a sobreponerse a las situaciones adversas. Hacer que cada “disgusto” lleve una enseñanza positiva.

 

Cuando llegas a una guardia después de este tsunami de sentimientos no puedes ver los niños como un autómata que sólo piensa en los síntomas físicos (“¿Tiene fiebre?” “Pues dele ibuprofeno”) sino que tiene que mirar más allá en cada situación.

Estos pequeños grandes momentos hacen que a cada niño, a cada familia, los valores mucho más.

Detrás de cada niño hay una gran historia de amor.

Detrás de cada niño hay mucha magia. La magia necesaria para convertir una situación ordinaria en una situación EXTRAORDINARIA.

PD: La foto que me mandaba mi mujer de la entrega del desayuno me ha emocionado tanto como a mi hija.

¡Qué suerte tenemos los adultos de poder disfrutar con la magia y la sinceridad de los sentimientos de los niños!

Feliz día a tod@s.

 

¿Cómo destruir la autoestima de nuestros hijos?

Os pongo en situación. El otro día, mientras descansábamos en la tumbona en la piscina, María, mi hija de seis años, me preguntaba sobre su hermana, Victoria, de 17 meses:

Papá, ¿Victoria tiene dignidad?.- me preguntó con gran preocupación.

¡Claro! María, ¿pero tú sabes lo que es la dignidad?.- le respondí con cara de no saber muy bien a qué venía esa pregunta.

Pues que piensa.- me dijo muy segura de su respuesta.

María se quedó bastante tranquila sabiendo que su hermanita tenía dignidad.

 

Aparentemente era una conversación de esas que consideramos un poco absurdas, de esas que parecen no tener mucha importancia. Esas conversaciones que nos hacen mucha gracia porque vemos que nuestros hijos pequeños aún no dominan ciertos conceptos.

Pero yo, cosas que le pasan a uno cuando está ocioso, me quedé pensando si realmente Victoria tenía dignidad.

¿Dignidad? ¡Qué buena pregunta!

¡Claro que los niños tienen dignidad!

O al menos deberían tenerla, aunque a veces les tratemos como si no la tuviesen.
Los niños deben ser respetados. Es la única manera de que aprenda a respetar.
Muchas veces les ridiculizamos en público y, lo peor de todo, ni siquiera somos conscientes de ello.

Si nosotros, sus padres, que somos quienes más deberíamos valorarles, les insultamos y menospreciamos sus sentimientos, les estamos inhabilitando como personas.

De esa manera les convertimos en nuestras mascotas, en monitos de feria.

Deben comportarse a nuestro antojo, deben sentirse tristes si nosotros queremos y alegres cuando nosotros lo deseemos.

El menosprecio físico y los insultos, y más en público, son potentes armas destructoras del autoestima de los niños.
Es frecuente escuchar cualquier lugar donde hay niños:

«¡Eres un inútil, con lo fácil que es hacer eso…!»

o

«¡Eso es una tontería, por eso no se llora!»

Cambiemos ahora la escena. En nuestro trabajo nuestro jefe, delante de todos los compañeros, nos grita:

«¡Martínez eres un inútil! ¡Por dios, pero si eso lo hace hasta un niño de dos años!»

o

«¡No te pongas así! ¡Vaya tela, cómo te pones sólo porque te grito!»

 

Creo que queda claro que después de ese momento uno no se siente demasiado bien, ¿verdad?

A los niños hay que corregirles y ponerles límites, de hecho, ellos se sientes muy seguros dentro de los límites. Pero el establecimiento de estos límites no puede hacerse ridiculizándoles en público.

Los niños son “más bajitos” pero son seres que merecen ser tratados con el mismo respeto que cualquier adulto.

Los niños son lo que son ya, no son que lo serán.

Los niños ya son personas, y precisamente se encuentran en una etapa muy importante para la formación de su personalidad.

No debemos menospreciar sus sentimientos. Al contrario, debemos valorarles. Debemos ayudarles a identificar esos sentimientos y enseñarles a gestionarlos.

 

Sus sentimientos son tan válidos como los nuestros.

Sus preocupaciones, sus miedos, sus inquietudes, sus dudas,… son tan importantes como las nuestras.

 

Si nosotros no enseñamos a nuestros niños a valorarse a sí mismos, ¿quién lo hará?
Si estás de acuerdo, comparte.

¡Cuánto te he deseado…!

Tus ojos son muy grandes, mi niña,

tan grandes como los miedos que he soportado hasta parirte.

 

Tu mirada es muy profunda,

casi tan profunda como todos los sentimientos que sentí en esta lucha.

Deseo… y más deseo.

Impotencia… y más impotencia.

Presión… y más presión.

Desesperación… y más desesperación.

Culpa… y más culpa.

Es tan intenso tu olor a vida,

casi tan intenso como mi deseo por concebirte.

¡Te he soñado tantas veces!

Pero ya estás aquí conmigo, con nosotros.

Ahora sólo quiero achucharte.

¡Me he culpado tantas veces!

¡Lo he culpado tantas veces!

¡Y me he vuelto culpar tantas veces!

¿Por qué para mi, para nosotros, es tan difícil?

¿Por qué nosotros no podemos ser padres?

Tantas noches en vela…

Tantas preguntas sin respuesta…

Pruebas… y más pruebas.

Tratamientos… y más tratamientos

Desvelos, frustraciones, culpa…

Pruebas… y más pruebas.

Y el tiempo pasa,

y aparece la prisa,

y la desesperación,

y la desesperanza.

Y analíticas…, y clínicas…, y médicos…

Y más analíticas…, y más clínicas…, y más médicos.

Y menos respuestas a mis preguntas, a nuestras preguntas,

Y el reloj que no se para,

Y la gente que no para de hacer impertinentes preguntas.

Pero ya estás aquí conmigo, con nosotros.

Ahora sólo quiero achucharte.

Ahora sólo deseo tenerte entre mis brazos, gordita mía

Ahora sólo deseo acariciar tu piel,

Ahora sólo quiero vivir hacia delante.

¡Come de mi pecho, pequeña mía

que eso es, ahora, todo lo que deseo!

Culpa, culpa y… culpa.

 

 

Ayer una más.

Una madre más que no podía más y se derrumbó.

Una de las pocas que se deja ver o ya no puede ocultarlo porque en la mayoría “la profesión va por dentro”.

 

Una madre más derrumbada en la consulta: Impotente, triste, desolada, y lo peor, CULPABLE.

 

Sí, culpable de todo.

Culpable por haberse quejado de dolor.

Culpable por no encontrarse al cien por cien para cuidar a su bebé.

Culpable por sentir miedo de no tener leche.

Culpable por tener miedo.

Culpable por sentirse triste.

Culpable por no entenderse a ella misma.

Culpable por sentir vértigo de la responsabilidad de cuidar bien a su criatura.

Culpable por sentirse así y que nadie (ni su pareja) no lo entienda.

Sí, culpable hasta de sentirse culpable.

 

Ayer me dio mucha pena pero hoy, cuando lo pienso, creo que fue una suerte que se derrumbara en la consulta, que se abriera, que se expresara, que compartiera, que llorara, que se desahogara…

Todos esos sentimientos retenidos desde el parto y que no había sido capaz de compartir ni siquiera con su pareja, por miedo a decir que se encontraba mal tras haber parido, afloraron con mucha magia en la consulta.

 

Después de lo que estuvimos hablando (y sintiendo) en la consulta creo que su pareja pudo comprender todos y cada uno de los sentimiento que una madre puede sentir tras el parto.

 

Pudimos hablar incluso de cómo evoluciona ese sentimiento de culpa. Es probable que dentro de unos meses o años, esa madre se sienta culpable por dejar el pecho, por perder la paciencia, por dejar su bebé al cuidado de otra persona, por no haberle dedicado más tiempo,… En fin, culpa, culpa y más culpa.

 

Esa culpa tardía sí que suele ser más compartida por ambos padres pero la culpa inicial la carga casi completamente la madre. Los padres tras el parto entran (o entramos) en una fase de euforia mientras muchas madres quedan pero las madres en esa fase están en una

 

Desde esta página quiero sacar estos sentimientos a la luz. No debemos esconderlos. La maternidad, en ocasiones, es dura. Las mujeres que están esperando para ser madres deben conocer también esta parte de la maternidad. Las madres que tienen estos sentimientos no deben sentirse solas. Los padres debemos saber cómo se sienten las mujeres ante el proceso que más cambia la vida de una mujer: la maternidad.

 

Pero también desde esta página quiero insistir en que la culpa es un sentimiento tóxico. Nos inutiliza, nos invalida.

Debemos alejarnos de la culpa.

No debemos sentirnos culpables de nada, puesto que no lo somos.

Debemos dejar de autoexigirnos ser los padres “perfectos”.

Nuestros hijos no quieren unos padres perfectos. Ellos lo que quieren son unos padres presentes, unos padres reales, unos padres felices…

 

Ellos sólo quieren un espejo donde mirarse:

UN ESPEJO REAL, NO UN ESPEJO PERFECTO.

Tranquila, mamá.

Tranquila mamá.

No todo tengo que aprenderlo hoy.

Me enseñan más tus gestos que tus discursos.

Relájate. No me grites. No te enfades conmigo, ni contigo.

Eres mi madre y yo te quiero.

No te quiero perfecta, te quiero conmigo.

Mañana también podré aprender a hablar en inglés, a tocar el piano, a jugar al tenis…

… pero mañana yo ya no seré un niño.

Mañana podrás fregar esos platos, limpiar la casa, ordenarlo todo…

… pero mañana yo ya no seré un niño.

Siéntate conmigo un momento y acaríciame.

Escúchame. Escucha lo que me preocupa hoy.

No, no es una tontería. Estas son mis preocupaciones.

Sé que estás muy cansada pero necesito contártelo, necesito que me escuches.

Tranquila mamá.

No te quiero perfecta, te quiero conmigo.

 

¡Quédate chiquitito…!

Cuando la saturación de la crianza es máxima…

Cuando ves que te has convertido en una máquina de gritar…

Cuando estás al borde del colapso…

Cuando ves que tu vida no tiene otro sentido que cambiar pañales, cantar canciones del cantajuegos y aguantar llantos.

Cuando maldices el momento en que decidiste ser madre (padre) …

Cuando ves que la lactancia te ha apartado de todas las reuniones sociales…

Cuando te das cuenta de que la conversación más profunda que has tenido en los últimos dos meses es si tu hijo hace caca a diario o ya sabe hacer pedorretas…

 

Cuando estás convencido/a de que lo mejor sería renegar de todo eso…

…va la vida y te demuestra cuan afortunado/a eres.

 

Un día tu hijo mayor ya no quiera que lo acompañes…

ya no quiera que lo acunes …

ya no quiere que lo bañes…

 

Basta que tu hijo mayor te rechace…

basta que comiences a sentir que ya no te necesita…

para que desees detener el tiempo.

 

Ya lo habías escuchado muchas veces:

¡Disfruta ahora, que cuando crezca…!

Pero no lo habías sentido.

 

Te aferras a tu bebé y piensas…

¡No quiero que estas manos dejen de ser gorditas!

¡No quiero que desaparezcan esos mofletes!

¡No quiero que dejes de necesitar mi regazo!

 

¡No quiero que crezcas, hijo mío!

¡Quédate chiquitito para siempre!