Orgulloso de ser pediatra.

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Hoy, 5 de octubre, es el Día de la Pediatría.

Es uno de esos días en los que uno se pone a pensar y acaba sintiéndose tremendamente afortunado por poder formar parte de esta profesión. Trabajar con niños es fantástico. ¿A quién no le ablanda el corazón un niño enfermo?

Pero a la vez que bonito y apasionante ser pediatra supone una responsabilidad tremenda ya que los padres te entregan sus tesoros más preciados: sus hijos.

Durante mis estudios en la Facultad de Medicina y durante la especialización de Pediatría he aprendido muchas cosas, mucha ciencia, y esto es muy importante. Sin ciencia no hay medicina y sin medicina no hay curación. Pero el día a de la profesión me ha enseñado que la ciencia es imprescindible pero no suficiente para desarrollar la pediatría.

Ser pediatra supone desarrollar mucha empatía, esa capacidad para ponernos en el lugar del otro.

Mi trabajo en la maternidad y en la consulta me ha enseñado a:

– Ponerme en el lugar de esa madre recién parida que perdió en el paritorio, con la finalización de su embarazo, todo su protagonismo y quedó relegada a cuidadora y máxima responsable de esa criatura que toda la familia adora y, además, DEBE soportar comentarios como “es que ella no dilata”, “en mis tiempos, sin epidural, si que era duro parir”,…

– Ponerme en el lugar de esa madre que tiene un millón de dudas sobre la lactancia y que a pesar de que su instinto maternal le dice que le dé el pecho a demanda el comentario de “dale un biberón cada 3 horas” se impone en todo  su circulo de confianza (suegra, cuñada, vecina,… y lo que es peor, pediatra). Sobre esto ya escribí el post de “¡¡Cuánto daño podemos hacer los pediatras!!”.

– O ponerme en el lugar de esa madre que libre y voluntariamente decidió alimentar a su bebé con biberones y pareciera que decidió alimentarlo con veneno.

– Ponerme en el lugar de esa familia que está harta de escuchar comentarios del tipo “no lo cojas que se acostumbrará a los brazos”, “no lo metas en la cama que si no ya nunca saldrá de allí”, “déjalo llorar hasta que se canse”,…

– Ponerme en el lugar de esa madre que tiene que incorporase a trabajar a los 4 meses, sintiendo que deja parte de su vida en casa  (o en la guarde).

– Ponerme en el lugar de esa familia que tiene un millón de dudas sobre la vacunación y encima reciben muchas informaciones contradictorias.

– Ponerme en el lugar de esa madre que no pegó un ojo la noche anterior porque su hijo tenía fiebre, pensando que pudiese tener una enfermedad importante.

– Ponerme en el lugar de esa madre de un niño de 2 años que no come nada y que tiene que soportar diariamente el comentario de la abuela “pues yo no sé por qué no llevas a ese niño al pediatra a que le mande unas vitaminas”.

Miles de situaciones que me han hecho ser muchísimo más tolerante en los estilos de crianza. No creo que existan las familias modelo. Cada familia cría y educa a su hijo como mejor puede y no necesariamente tiene que ser como el vecino de turno, la abuela de turno, o incluso el pediatra de turno diga (o digamos)

Por otra parte mi trabajo como intensivista pediátrico me ha enseñado a:

Valorar el desorden de mi casa. Es muy reconfortante llegar a casa después de una noche donde no pudiste descansar ni un segundo porque un niño estaba grave y encontrar el salón de tu casa completamente desordenado, signo de que los tres diablillos sanos que tengo en casa estuvieron jugando con energía.

Respetar la manera de sufrir de cada familia. Me he encontrado en estos años muchas maneras de expresar el agradecimiento: con silencio, con lágrimas, con besos, con abrazos, con gritos, con culpabilidad propia o con culpabilidad de médico,… todas son respetables. Habría que vernos a cada uno en situaciones tan difíciles como tener a un hijo entre la vida o la muerte o, finalmente, perderlo.

Por todos estos motivos considero que la pediatría me ha dado mucho más de lo que yo nunca podré devolverle.

Orgulloso de ser pediatra.

 

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